Hemos de retroceder hasta el día de la llegada de Alba nuevamente a España. Permaneció en la pensión que le recomendara el taxista de Barajas, durante un par de días. Contaba y recontaba el dinero y apuraba al máximo los gastos. Apartaba el pago de la pensión y con el resto tendría que vivir hasta encontrar un trabajo. Se dirigió hacia sus antiguas oficinas, pero su plaza había sido cubierta y de momento no podía hacer otra cosa más que esperar a que alguna se quedara vacante, cosa que no se podía permitir. Pidió que la dieran un mapa de la ruta que ella hacía habitualmente y con el corazón hecho trizas, salió de allí. Miró a su alrededor y aunque todo estaba precioso y el bullicio de la gente invitaba a pasear, ella se dirigió a la pensión,. Por bonito que fuera el entorno, ella no tenía ganas de mezclarse con la gente, sino de estar sola y pensar en qué camino tomar, porque algo tenía que hacer y rápido.
Siguiendo con uno de sus dedos la trayectoria que había trazado en el plano, de lo que fuera su ruta, se detuvo en un lugar determinado. Allí conocía a la dueña que regentaba ese refugio de caminantes. Hasta en varias ocasiones habían establecido alguna que otra charla. Ángeles, se llamaba y, en verdad que lo era. Humana, amable, compasiva y entrañable. Habían establecido una pequeña amistad desde que hacían parada en su refugio. Allí iría. Estaba lo suficientemente lejos y escondido para refugiarse allí y no saber nada del mundo. La ruta de los Montes Torozos era un lugar extraído de la edad media, alejado de Valladolid, pocas gentes sabían de ese lugar de ensueño, de paz y recogimiento con mucha historia a su espalda, pero también alejado suficientemente de la ruta convencional. Allí iría a parar, y en la soledad del campo encontraría la paz anímica y moral que necesitaba.
No se dio cuenta de que al tiempo que lo pensaba, lloraba evocando el rostro de Dae. Le quería rabiosamente pero lo suyo había sido uno de los muchos cuentos de jovencitas que se enamoran y sufren lo que no estaba escrito porque su amado no la quería de la misma manera. Al llegar a este punto, no pudo seguir, porque la figura esbelta, poderosa de Dae, se agrandaba ante ella sin poderlo evitar. Daría cualquier cosa por saber lo que había sido de su vida. Seguramente no tardaría en tener otra mujer . Tramitaría su divorcio rápidamente, una vez que había quedado demostrado que no la quería lo suficiente como para atarse a ella de por vida. Le iba a ser muy difícil dar con ella, de manera que tendría que demorar su posible boda si es que encontraba a otra mujer y se enamorara de nuevo. Estaba segura de que así sería, toda vez que era un hombre guapísimo con una situación envidiable. Estaría rifadito entre todas las casaderas de la buena sociedad de Seúl.
Al llegar a este punto, no pudo más y rompió a llorar desconsoladamente. No podía evitar lamentarse de su mala suerte. Ella le había entregado su vida entera sin pedir nada a cambio, pero sabía que pertenecían a mundos opuestos en costumbres y creencias y, aunque él fuera de otra generación, no contaron con que sus costumbres las tenían muy arraigadas y ella era más abierta, más liberal, no pertenecía a ese mundo tan interesado de los dineros, en que unos se casan con otros de la misma posición para así incrementar el capital de ambas familias. ¿ A quién elegiría Dae? En el poco tiempo en que habían estado juntos, nunca la mencionó a ninguna otra mujer, ni siquiera que hubiera estado enamorado en la universidad. Seguramente como una delicadeza hacia ella.
Tenía todo dispuesto para emprender la marcha. Ya sólo le faltaba sacar el billete para Valladolid y desde allí encontrar el modo de desplazarse hasta los Montes Torozos, en donde haría la parada definitiva.
Se dama lástima así misma. La situación que tenía era límite. Unas ganas de llorar atroces, agarrotaron su garganta. Cómo había dado lugar a verse en esa situación. Había estado loca enamorarse de un desconocido y además que vivía a miles de kilómetros de ella. ¿ En qué pensaba? Pues ni más ni menos en él. El amor es ciego y, una vez más el dicho se había hecho realidad.
Sentada en el suelo, ordenaba lentamente sus pertenencias en la pequeña maleta. Prácticamente todo lo que poseía entraba en ella. Miró su anillo de casada y rompió a llorar desconsoladamente, al tiempo que una mano estrujaba su estómago provocándola una arcada que subía hasta su garganta. No había comido nada desde el día anterior:
— No tengo nada en el estómago. Pero tampoco me apetece nada. Terminaré rápidamente con lo que estoy haciendo y me meteré en la cama. Si con suerte me quedara dormida, mañana, cuando parta para el nuevo destino, estaré más tranquila.
Pero no fue así. Nuevamente las arcadas se repitieron que la obligaron ir rápidamente al pequeño aseo que tenía dentro de la habitación. Las arcadas eran secas, lo que hacía que el estómago se le retorcía al estar desocupado. No tenía fuerzas ni para vomitar la saliva de su boca. El llanto se incrementó al sospechar a qué se debía ese malestar tremendo que sentía.
— No puede ser. Es muy pronto. A penas lo hemos hecho. Por favor, por favor. Ahora no. Todavía no.
Pero si lo era. Lloró toda la noche sin poder conciliar el sueño. ¿Qué es lo que debía hacer? Cogió el móvil y pulsó el número de Dae, pero no se atrevió a marcar. Él no se había preocupado de ella en todos estos días, no le daré motivos para más problemas. ¿ Por qué no atendió sus llamadas? Estaba en el avión y no podía. Pero tampoco había insistido. Obviamente, desconocía la decisión que él tomara nada más saber que se había marchado.
Y con ese equipaje de preocupaciones, llegó a su nuevo destino. Precavida, antes de salir de Valladolid, compró una barra de pan. La comería por el camino que sería largo, casi de unas tres horas. No había cenado ni tampoco desayunado, así que mirando al cielo, imploró que no la dieran las temidas arcadas, mientras viajará en el autobús. La dejó en la plaza mayor del pueblo tras el largo trayecto. Nada había cambiado, todo seguía en el mismo lugar. Las mismas casas, las mismas gentes sentadas al sol a la puerta de la única taberna. En esos lugares mágicos, el tiempo se detiene a disfrutar de la paz y la tranquilidad que en las ciudades nos vuelven locos, y en esos sitios, al contrario, son remanso de paz. Aunque a ella le pareciera que habían pasado siglos, no era así; sólo habían transcurrido unos cuantos días.
No hay comentarios:
Publicar un comentario