Ya estaban en Tierra de Campos. Valladolid quedaba lejos. Entraban en una zona en la que tuvo trascendencia en sus vidas. Es un lugar semi aislado que se mantenía igual que hacía mucho, mucho tiempo. Recordó que allí hicieron parada y ahora también lo harían. La sucesión de lugares que visitaban sólo se avivaban en su memoria una vez que llegaban, ya que eran lugares extraños para él, pero con una seña de identidad que Alba resaltaba por algún motivo.
Entraron en el pueblo y de repente todo volvió a su memoria al ver la fachada del refugio. Le vino a recordar un determinado rincón, una esquina y una noche con la sola luz de una tenue farola justo en la equina de aquél caserón. Y un beso, el primero que la diera apretujándola entre la fachada y su propio cuerpo. A su cabeza llegó aquél momento principio y fin de lo que llegó después al regresar a Madrid: su matrimonio.
De nuevo la escena vivida hacía más de un año y medio, volvió con toda nitidez a su memoria. Y volvió a vivir la cara de estupor de ella cuando la aprisionó entre sus brazos. Ella también le devolvió el beso por eso supo que no le era indiferente, a pesar de la compostura que guardaban en presencia de sus compañeros de viaje. No es que a Dae le importara en exceso. Que pensaran lo que quisieran, pero no quería buscarla un conflicto laboral, y por ese solo motivo, trataba de contenerse al máximo. Pero aquella noche no se controló, y fue más fuerte su deseo de ella que el raciocinio de su cabeza.
Se detuvo unos instantes contemplando aquella casa perdida en mitad del campo. Nada había cambiado, se giró y los montes permanecían inalterables, y recordó que siempre se sentaba en una gran piedra para contemplar la inmensa belleza de aquél lugar. Volvió a sentarse en la misma posición que tuviera aquél día, cuando la sorprendió mirándole. Deseaba volver a vivir aquellos instantes, tan vívidos ahora en ese mismo lugar. Era un bálsamo y al mismo tiempo una tortura. Se dio cuenta de que Julio miraba con curiosidad cada movimiento que hacía, ignorando que los revivía una y otra vez, para que nunca se fueran de su vida. Al menos le quedaría el recuerdo.
A lo lejos se escuchaban voces que no le decían nada. Oyó que un coche llegaba, pero no alcanzó a verlo porque paró en la parte de atrás de la casa en donde había un pequeño garaje para uso del personal que trabajaba en el refugio. Sólo el susurrar de unas voces apagadas a las que no prestó mayor atención.
Pernoctarían allí, y quién sabe se harían una escala de dos o tres días. Aquél lugar tenía un significado especial para él. Difícilmente volvería otra vez y, quería saborearlo, impregnar en su piel todo lo vivido allí, tan trascendental en su vida.
Se inscribieron en recepción, y la persona que tomó sus datos, hizo un gesto extraño que no pasó desapercibido para Dae. Y recordó que era la misma persona que lo regentaba cuando estuvieron la primera vez. Probablemente ella también le recordara, ya que, por sus rasgos, pocas personas asiáticas pasaban por allí. Había olvidado su nombre, por eso no dijo nada ante la extrañeza de la mujer.
— Quizá paremos por dos o tres días ¿Hay algún impedimento?— dijo Dae
— No, en absoluto. Todos los días que ustedes deseen. No tenemos prisas. Esto está muy apartado y pocos guías nos conocen. En fin, pueden elegir habitación, porque tan solo tengo dos ocupadas.
— Confío en usted. Denos dos habitaciones a poder ser que den a Los Montes, es mi vista preferida.
—Eso está hecho. Como le he dicho, estamos casi vacíos.
Les acompañó hasta su destino y se las enseñó. Estaban en orden, limpias y arregladas y, como deseaban. La vista era preciosa y como telón de fondo la belleza de Los Montes Torozos. Dae se asomó a la ventana e instintivamente, miró hacia abajo y pudo comprobar que estaba justo encima de aquella esquina del primer beso. Era como una premonición, o es que estaba tan obsesionado que encontraba relación con todo, cuando en realidad la única casualidad estaba en su cabeza.
Esa noche durmió bien, quizá porque había algo en aquél lugar que hacía se sintiera más cerca de ella. Los recuerdos los mantenía vivos en su memoria. Además tampoco hacía tanto tiempo que lo vivieron realmente. Se despertó temprano. El canto de los pajarillos y la suave, pero fresca brisa que entraba por la ventana, le despertó e inmediatamente supo dónde se encontraba. Iría solo a dar una vuelta por lo alrededores. Daría el día libre a su monitor, aunque lo cierto era que había pocos o ningún sitio a donde ir, pero eso era cuenta suya. En poco más de una semana terminaría el itinerario. Volvería a Santiago de nuevo y pernoctaría en el Hostal de los Reyes Católicos como la primera vez en que la hizo el amor y fijaron la fecha para su casamiento.
¿Por qué se torturaba de tal forma? Era absurdo, pero lo necesitaba. Necesitaba vivir aquellos días, aquellas horas inolvidables y felices que pasaron, tan distintas a las amargas de ahora. A pesar de los recuerdos, estaba siendo feliz. La sentía cerca y una emoción absurda le hacía recobrar las esperanzas. Pero ¿ cómo? Había despedido a los detectives al no encontrar ningún resquicio, ningún dato que le permitiera saber dónde estaba. Ni él mismo lo había conseguido. Estaba seguro de que no deseaba ser encontrada. Pero ¿por qué? ¿Qué oculto secreto escondía?
Después de desayunar decidió caminar contemplando el paisaje magnífico del lugar. Encontraba en ello una paz y una tranquilidad que en verdad necesitaba. El tiempo se acortaba y sabía que cuando volviera a Seúl de nuevo, debía comenzar un peregrinar de nostalgia, pero, mientras estuviera allí, no renunciaría a ello. Era la única posibilidad que tenía de revivir aquellos recuerdos de tiempo felices.
No se había puesto en contacto con sus padres en todos esos días. Sabía que estarían inquietos, pero si les llamaba le preguntarían dónde estaba y sabía que si les decía la verdad le caería encima una lluvia de reproches, así que optó por no hacerlo. Ya se inventaría algo con que calmarles. Emprendió el largo paseo sin rumbo fijo. No tenía prisa. El tiempo parecía que se detuviera, así que, sin otra cosa que hacer enfilo el camino que le llevaría a través del campo. Sentado en una peña unas veces. Otras tumbado en la hierba, dejaba correr las horas rememorando cada instante de sus conversaciones de aquél grupo. Las ocurrencias de alguno de los nórdicos, y sus silencios orientales que, sólo miraban en una dirección: Alba.
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