Capítulo 13 – Volverse a encontrar
Situado al fondo del departamento,
detrás del grupo de personas que debían intervenir en la transmisión, situaron
al director general de la compañía, es decir Lee Park -Kwan. Tenía un lugar
privilegiado desde donde seguir los intercambios de signos, algoritmos y resultados de uno y
otro lado del océano. Nítidos y claros, llegaban los datos hasta sus oídos. No podía
ser menos en el departamento de tecnología.
Amy era quién llevaba la voz
cantante desde Seúl y Kyn Bok desde Dublín. Sin fallos, admitiendo quizás
alguna rectificación que lo mejorase. Todo sencillo y normal entre todos, ya
que habían realizado un trabajo extraordinario. Las imágenes de las que
constaba el programa, llegaban nítidas y claras. Las lecturas en clave para los
profanos, pero no para ellos, estaban bien calculadas y por tanto dieron el
visto bueno, una vez realizado algún retoque, para llevarlo a su fin y, tras un
tiempo de contrastar los últimos datos, estaría dispuesto para lanzarlo al
mercado.
Al final, resonaron aplausos a uno
y otro lado del mapa y la sonrisa de sus caras era de satisfacción plena por
ambos lados. Habían realizado un gran trabajo en un tiempo récord, señal de que
habían tenido un buen ojo para conjuntar a las personas que se encargarían de
ello.
No podía ser verdad. Como en una
película, pasó por su imaginación lo que pasaría con su vida en el momento en
que ella subiera al avión de regreso a Irlanda. Y la sola idea de la
aceleración de su boda le ponía el vello de punta. No lo quería. No era justo.
Amaba y estaba enamorado de otra mujer. De una mujer que regresaría a su país y
sería imposible, poco menos que, volverse a ver.
El rostro de su futura esposa,
Young Mi se le aparecía con cara de pocos amigos, porque tampoco ella estaba
conforme con esa boda, pero se veía obligada a ello por sus padres, al igual
que él. Tenía que pensar rápido y en algo que la retuviera en Corea. Lo primero
sería pedir un aplazamiento del enlace pretextando algo, aunque constituyera un
serio disgusto entre las familias. En ese momento tenía la mente en blanco,
pero ya lo pensaría cuando estuviera más tranquilo. Quizás ofreciéndole un
puesto superior en ese departamento, pero el caso sería conseguir que se
quedara en Corea.
Todos se felicitaban. Ya la
conexión había finalizado. Se levantó de donde había presenciado la transmisión
y estrechando la mano de todos, llegó hasta Amy. Notó que su mano ardía. Que
sus ojos estaban demasiado brillantes y algo acuosos. No veía sus mejillas por
la mascarilla, pero intuía que también estarían enrojecidas, síntomas de que
tenía fiebre.
Adelantó su mano para estrechar la
de ella y en ese momento la asió fuertemente y tirando de ella dijo:
— —Está con fiebre. Voy a llevarla al médico ahora
mismo.
Ni siquiera la dio tiempo a
rechazar la idea. Amy, mejor que nadie, sabía que había acertado. Estaba febril
y tenía un malestar profundo que había sido anulado para centrarse en la
retransmisión. Pero ahora, todo había concluido y de nuevo, volvieron los
escalofríos, la sed infinita y las ganas enormes de estar metida en su cama. En
vez de eso, iba de la mano de su jefe que la conducía a toda prisa hasta la
pequeña clínica instalada en la segunda planta del edificio, al que solamente tenían
acceso los empleados de la compañía y alguna urgencia que se produjera ajena a
ellos.
De nada servía las protestas de
Amy. No la escuchaba. La llevaba fuertemente de la mano, como si tuviera miedo
de que saliese corriendo. No entendía en absoluto ese proceder. Tampoco escuchaba los razonamientos que le hacía. Llevaba el entrecejo fruncido y sus
labios apretados como para impedir que algún improperio saliese de ellos.
— —¿Qué cree que está haciendo? — le dijo enfadada por
la forma que tenía de comportarse haciendo que todo el mundo los mirase
Incluso, hasta había impedido la
entrada en el ascensor de algunas personas que se dirigían a la salida,
diciendo simplemente: “emergencia”. Nadie replicaba, al contrario, no dudaban
en ir hacia el otro ascensor. Creyeron, al verla con la mascarilla, que sería
portadora de alguna enfermedad contagiosa y nadie dijo nada ni objetó nada.
— —¿Se da cuenta de que todo el mundo me cree una
apestada? ¿ Qué es lo que le pasa? He dicho que es un resfriado. Simplemente eso.
— —Me importa un pito lo que piensen. Es urgente que te
vea un médico.
— —No tengo más que un simple catarro del chaparrón que
me pillé
— ¿Acaso no
llevabas paraguas? Aquí no puedes fiarte del tiempo en esta época
— —No, no tenía paraguas. Por favor, déjeme ir. Tenemos mucho trabajo en el departamento. Suélteme. No es mi padre ni nadie que pueda controlar mi vida.
— —No, no lo soy. Pero sí el responsable de haberte traído. Ha de verte un médico y de acuerdo a lo que diga, te dejaré ir.
—¿Me está tuteando?—pensó extrañada sin entender ese comportamiento tan anómalo
¿ El médico corroboró lo que era: un fortísimo resfriado que, con medicación adecuada y, un día de reposo se habría pasado. No sabía si estaba furiosa con él ¿Quién se había creído que era? Pero en el fondo le halagaba que se preocupara por ella, aún sabiendo que sería para no tener responsabilidad jurídica.
Le miraba de reojo y apreciaba las facciones que tenía. Era una persona con un atractivo fuera de lo normal y justo le había tocado a ella, ese alma solitaria y romántica en un lugar electrizante. No lo entendía y se oponía a esa situación por mucho que le halagase. Sabía que sería un caso perdido. Tenía que desembarazarse de esos pensamientos inoportunos y descabellados. Ni por asomo ocurriría en su vida un enamoramiento tan repentino y descabellado. Todo era debido a la soledad que reinaba en su vida, máxime ahora en que sólo tenía contacto con sus compañeros de trabajo.
Era una mujer que le gustaba
dialogar y, por desgracia, sólo podía hacerlo en el trabajo, lo cual era todo... menos oportuno. Casi no podía comunicarse siquiera, con los empleados del
hotel. Y ni hablar de la gente común de la calle. Lo había experimentado el día
de la tremenda lluvia que cayó sobre ella.
Y de repente echó de menos Dublín, su tierra, que conocía bien. Sus rincones, su gente. Sus compañeros de
trabajo y… Connemara, su niñez, sus padres, su cobijo siempre.
Gruesos lagrimones corrían por sus
mejillas. No sabía muy bien lo que la ocurría, ni a qué se debía esa nostalgia.
Se sentía sola entre aquel laberinto de gentes totalmente desconocidas para
ella. Sin poder comunicarse con nadie en la soledad de su habitación, de un
hotel frio y solitario. Excelente, desde luego, pero no dejaba de ser un hotel.
Sus compañeros vecinos, tenían sus propias nostalgias. Echaban de
menos a sus familias y procuraban hacerse compañía mutuamente, pero ella
sobraba con ellos. Por mucho que insistieran en que se les uniera siempre
daba evasivas. Ellos iban a lugares que a ella no le gustaban y buscaban
compañías en su soledad. Ella no pintaba nada con ellos.
Pero, sin saber cómo ni porqué,
había surgido esa mano amiga que la trataba como si fuera una niña pequeña,
imponiendo su fuerza, su criterio y algo extraño que no terminaba de entender.
Se sentía pequeña, acobardada a su lado y a un mismo tiempo le rechazaba, pero
también le encantaba que cuidase de ella, como en esta ocasión en que se
preocupaba por su salud e imponía su fuerza para su mejor estado.
Mientras ella se vestía, Kwan
aguardaba fuera y, con su teléfono en mano, hablaba con alguien dándole
órdenes:
— —Si, lo quiero ahora. Como sea, del color que sea y
de la marca que sea. Cuando llegue al hotel tienen que entregárselo en
recepción.
Tenía la cara algo crispada. Desde que había regresado a Seúl, por una circunstancia o por otra, no había tenido un momento de sosiego. Ella tenía esa facultad, inquietarle al máximo a pesar de que a penas se dirigieran la palabra. ¿Cómo era posible esa dependencia de alguien en tan corto espacio de tiempo?
Reflexionaba sobre ello, cuando la puerta
de la consulta del doctor se abrió dando paso a una Amy algo insegura
acompañada del médico. Ambos se dirigieron hacía él que, de un salto se levantó
de su asiento.
— —¿Qué ocurre? ¿Cómo te encuentras?
— —No ocurre nada. Es un resfriado que cederá en un par
de días. Sería lo ideal que, al menos uno, guardase cama, pero ella se opone
rotundamente— dijo el médico
— —Se meterá en la cama— añadió el jefe
— —Rotundamente no. Usted es mi jefe, pero yo mando en
mi misma. Doy mi palabra que en un par de días, si siguiera mal, lo haría, pero
ni hoy ni mañana. Y es mi última palabra.
El médico y el jefe se miraron sin
decir nada. La rotundidez con que había hablado no dejaba espacio para ningún
otro comentario. Estrechó la mano del
doctor y adelantándose a Kwan, se dirigió hacia los ascensores con paso
resuelto.
Todos estaban preocupados por su
tardanza en volver al despacho. No entendían muy bien lo que la ocurría y la
determinación del jefe en llevarla casi arrastras hasta la consulta. Los compañeros irlandeses se miraron perplejos.
No entendían nada, ni ella había expresado nada. Les extrañó fuera con la
mascarilla, pero les bastaba la explicación que dio:
—No deseo contagiaros— y con eso se quedaron.
Pero ahora, al regresar y ver las caras de Amy y del
jefe, entendieron que algo pasaba: probablemente habrían discutido. A ella la
conocían muy bien, pero a él no. La preguntarían cuando, con más tranquilidad, les contase el veredicto del médico. Al conocerlo, respiraron tranquilos y se
ofrecieron a ayudarla en todo cuando precisase.
Ese simple comentario, por otro lado,
lógico entre compañeros, no gustó al jefe. Deseaba que ella dependiera
totalmente de él. Se daba cuenta que eso no era posible; no tenía ningún
vínculo con ella y su comportamiento lo que conseguía era sembrar desconfianza
entre todos quienes les rodeaban. Nadie conocía los sentimientos de ese hombre,
aparentemente frio, muy en su papel. Pero de seguir así, pronto se delataría y
surgirían las murmuraciones y cotilleos, que le repugnaban, cuya peor parte
sería ella quién la llevara, siendo ajena a lo que él sentía.
—Habrás de contener tu genio, de lo
contrario te meterás en un lío y de rechazo a ella.
De este modo Amy consiguió lo que
quería. Terminaría pronto su jornada laboral y probablemente, si no mejorase,
faltaría al día siguiente. Pero debía comprobar que todo estaba hilvanado: era
su responsabilidad.
—Yo te llevaré a casa a la salida
¿Estás conforme?
Ella no replicó. No entendía el
papel protector que había elegido. ¡Por Dios! ¿Qué le pasa a este hombre?
Pensaba con un regusto agridulce. No le agradaba su imposición en un rol que no
le correspondía, pero al mismo tiempo, le gustaba que la cuidase y la
protegiera. Uno tenía las ideas más
claras del porqué se comportaba así. En cambio, la otra, no lo entendía por
mucho que la complaciera. No podía entender que le ocurría. Y todo era meridianamente claro es que se
había enamorado rotunda e inexplicablemente de ella. Necesitaba proceder así.
Protegerla de ese modo, sin pensar que llamaría la atención por estar
totalmente fuera de lugar. Pero le importaba un pimiento con tal de cuidarla hasta en los más pequeños detalles y tenerla cerca.
Hablaría con ella seriamente y si lo aceptaba, después lo haría con su prometida y con sus padres. De ninguna manera contraería matrimonio sin amarla, teniendo constantemente en la memoria a la irlandesa. Porque sabía que su atracción hacia ella no era pasajera, sino que había llegado para quedarse hasta el fin de sus días.
DERECHOS DE AUTOR RESERVADOS / COPYRIGHT
Autora: 1996rosafermu / rosaf9494
Edición: Junio 2022
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