Capítulo 19 - Todo tuyo
Lo tenía todo preparado. Un pasaje
de regreso a Dublín y encima de una mesa un sobre portando la renuncia y los
motivos que tenía para ello. No se habían vuelto a ver ni hablar por teléfono.
Ambos estaban rotos, pero ya no había forma de recomponer lo que no tenía
solución.
Ordenó que bajaran su equipaje y lo
tuvieran en consigna hasta que Amy llegara de un asunto que aún tenía pendiente.
Había hablado con sus compañeros para justificar su repentina marcha y, aunque
no les convenció mucho, tampoco pensaron en el motivo real de su repentina partida.
Llamó a un taxi y le dio la
dirección de la empresa. Entregaría en propia mano a Kwan su carta de renuncia
y el abandono de la empresa tanto en Corea como en Irlanda. No quería saber
nada de ellos, ni una posible tentación de volver a hablar con él.
Dio unos ligeros golpes en la
puerta y desde dentro una voz autorizó a entrar en la estancia. Se detuvo un instante
en la entrada antes de avanzar. Estaba sentado firmando unos papeles y al
escuchar que la puerta se abría, alzó la mirada. Al verla, supo de inmediato lo que la llevaba hasta allí. Se cumplía fielmente el último trámite.
Indicó que se sentara y ella negó
con la cabeza. Las palabras se le atascaban en la garganta. Le tendió la carta
que, él recogió lentamente conociendo lo que en ella se decía. Haciendo un gran
esfuerzo Amy, mirándole de frente dijo:
—Te deseo la mayor de las suertes
—Amy, aún estamos a tiempo. Esto es
una locura
—Adiós Kwan. Que te vaya bien.
— —Así que tú eres Amy…
— —Si. Soy Amy Callaghan. Todo tuyo – dijo indicando
con su brazo la puerta del despacho
Partió de allí sin volverse a mirar
a la que fuera “su rival” en la vida de aquel hombre que salía de su vida en
ese preciso momento. Pasó un momento por el que fuera su despacho a despedirse
de sus compañeros que la preguntaban sin cesar el porqué de su marcha.
—Este clima no me sienta bien. He
esperado a que todo estuviera en marcha. Nada me retiene aquí, así que he
optado por recuperar la salud. ¡Buena suerte, chicos!
Esa sería la última vez que
estuviera en aquel despacho, en aquel edificio en el que tantas esperanzas y
esfuerzo había dejado entre sus paredes. No sólo había renunciado al amor de su
vida, sino a su futuro que se anunciaba espléndido. Ahora, a su regreso, tenía
que empezar de cero, en otro lugar, con otras personas, y con qué clase de
trabajo. Tenía un futuro incierto.
Creyó que al salir del edificio se
terminaban todos sus quebraderos de cabeza, que en unas pocas horas se subiría
a un avión y se alejaría de todo aquello que, pasados unos días imaginaría que
había vivido un sueño. Que todos sus problemas quedaban atrás. Lo que ni
siquiera imaginaba era que sus verdaderos problemas estaban comenzando,
precisamente en esos momentos.
En su cabeza apareció Connemara.
Sería su refugio. Allí tenía la casa familiar. Y allí buscaría un trabajo. Le
daba igual cuál fuera. Se conformaba con ir teniendo para vivir. No tenía
demasiado interés por la vida, después del tremendo desengaño sufrido.
El taxi que la llevaba al centro de
la ciudad, fue el mismo que, por su solicitud la llevó hasta un hotel modesto.
Permanecería un día o dos hasta organizar su nueva marcha a Connemara. Lo tenía
decidido: ese sería su nuevo hogar. Casi no la recordarían. Pasaría
desapercibida y tendría una vida tranquila. Al menos hasta que comenzara a
asimilar lo ocurrido.
Dos días después estaba sentada en
un autobús, pegada a la ventanilla camino de Connemara. Pasaría por Galway y
allí probablemente comería. Sería un viaje largo de algo más de cuatro horas,
pero le pareció la mejor opción. Podía haber elegido otro medio de transporte,
pero en el autobús, mentalmente trazaría un plan de lo que debía organizar para
comenzar a vivir en un nuevo, aunque lo conociera, lugar al que no había vuelto
desde que sus padres faltaron. Sus vacaciones, mientras estudiaba en Dublín,
las pasó allí y también las vacaciones veraniegas cuando entró a formar parte
de la plantilla de O’Donnell. Al morir sus padres, raras veces iba por allí. Se
ponía como pretexto el viaje tan pesado, pero lo cierto era que echaba de menos
a sus padres y aquella casa se le venía encima. Iba una o dos veces al año con
el fin de mantenerla. Sería muy doloroso dejar que se deteriorara tanto como
para no ser habitable.
El traqueteo del autobús y las
malas noches pasadas apenas sin dormir, hicieron que tuviera somnolencia.
Reclinó la cabeza en el cristal y de esta forma se sumergió en un sueño, en una
duermevela en la que sobresalían distintas personas, con rostros distintos
haciendo muecas o riéndose. No identificaba a ninguno, pero en su subconsciente
buscaba un solo rostro, pero esa cara se mostraba esquiva, lo que la producía
angustia. Al fin, casi anocheciendo llegaron a Connemara.
La primera sensación que
experimentó al bajarse del autobús en la estación, fue el olor a mar. Miró al
cielo. Anochecía, pero se entreveían masas de nubes. Todo normal. Poca gente
por la calle y silencio. Allí mismo pediría un taxi que la condujera hasta casa
de sus padres, ahora la suya. No estaba muy lejos, pero lo suficiente para ir
cargada con la maleta.
Se hacía tarde y estaba cansada por
el viaje, así que decidió comer algo para meterse en la cama en cuanto llegase.
Antes tendría que encender alguna estufa que caldeara la casa, ya que, al estar
deshabitada y cerca del mar, la humedad se le metería hasta los huesos.
Comprobó su reloj y vio que a penas eran las seis de la tarde. Muy pronto para
pensar en dormir. Desharía el equipaje mientas la casa tomaba temperatura y
cuando tuviera sueño se iría a la cama. Tenía que buscar la manta eléctrica que
su madre siempre la ponía en el lecho cada vez que ella les visitaba. Siempre
se quejaba de que las sábanas estaban húmedas y siempre su madre la respondía
que era la sensación de la humedad a la que ella no estaba acostumbrada.
Al recordar a su madre no pudo
evitar que las lágrimas aparecieran de improviso. Había cenado en un bar de la
ciudad en el que fue reconocida y por tanto se vio obligada a inventarse una
excusa. Estaba frente a la casa. Dejó la
maleta en el suelo y repasó con la mirada el entorno. Deseaba con
todas sus fuerzas que las ventanas se iluminasen como cuando estaban sus padres
viviendo. Pero lejos de eso, la oscuridad nocturna, poco a poco se adueñaba del paisaje, al que sólo llegaban los sonidos del mar algo lejanos y el olor a
salitre al que tendría que acostumbrarse.
De un hueco de uno de los ladrillos
que, sólo ella conocía, extrajo la llave que le daría acceso a la vivienda.
Todo permanecía inalterable, como si el tiempo se hubiera detenido en el último
día que allí estuvo. Ni siquiera deseó recordarlo, porque sólo grabada en su
retina, era el día del entierro de sus progenitores. El resto estaba borrado de
su memoria. Había tardado mucho tiempo en regresar. Ahora lo hacía y no estaba
muy segura si no sería nuevamente para darse una buena llantina, porque a la
tristeza por estar sola, se unía el rotundo fracaso de su vida sentimental. Sin
duda su destino sería estar siempre sola. Al menos nadie la defraudaría.
Confiar en el ser humano, era hartamente peligroso porque tarde o temprano te
hace daño de alguna manera.
No quería pensar en él, pero
tampoco pudo evitar mirar el reloj y calcular la hora que sería en Seúl. Qué
habría sacado en limpio con la entrevista hecha con su prometida y si por fin
habría hablado con sus padres y los de ella. No quería pensar en ello. Todo se
había quedado en Corea a su partida y haría todo cuanto estuviera en su mano
para apartar definitivamente el rostro de Kwan de su memoria y junto a ella los
momentos vividos. También su fracaso.
Entró en la casa, al fin, con el
pie derecho. Al darse cuenta de ello sonrió levemente. Nunca había sido
supersticiosa, pero le habían ocurrido algunas cosas que decididamente pensó
que no hacía daño a nadie entrando de esa forma… Por si acaso.
Al abrir la puerta y encender la luz, le
dio en la cara el olor a cerrado, a humedad y a mar, un cóctel demasiado fuerte
para un olfato acostumbrado a la gasolina de los coches exclusivamente. Como había pensado, dejó la maleta en el
salón y encendió una estufa. Llevó la maleta a la habitación y allí hizo lo
mismo con un calentador que había para tal fin. Enchufó el frigorífico y la
cocina.
—No está muy sucio. No está mal
para llevar cerrada tanto tiempo. Mañana me dedicaré a ello. Hoy descansaré,
aunque dude mucho tenga sueño. Pero necesito tratar de dormir.
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