martes, 17 de julio de 2018

Mi vida en una maleta - Capítulo 2 -La verde campiña

Y a medida que el avión se acercaba a la costa británica, podía divisarse el verdor de la campiña inglesa, tan tranquila, con alguna oveja pastando en ella, en contraste con  la devastación que habían dejado atrás.  Aterrizaron .  Y lo hicieron en la base de la RAF  Brize Norton, en Oxforshire, no lejos de Londres.  Allí, formando fila, les pedirían sus datos, su procedencia  y les facilitarían documentación británica..  Nadie hablaba, había un silencio absoluto entre los refugiados.  No intercambiaban palabra alguna;  era como si estuvieran recelosos de sus compañeros de viaje.


Jessica  preguntó por el apellido que llevaba escrito en la nota, pero nadie supo darle alguna referencia de ello.  Cuando hubieron cumplimentado los trámites, y facilitado identificación, les entregaron una bolsa con algo de ropa procedente de la Cruz Roja, y algo de comida y agua.  A continuación les subieron a un autocar y partirían rumbo a Londres, su nuevo destino.

Liesa estaba cansada y se mareaba con el traqueteo del autocar.  Jess, la tomaba en sus brazos y trataba de que se durmiera, pero no siempre lo conseguía.  Y al fin llegaron a la capital, con sus calles llenas de gentes uniformadas que iban y venían de un lado para otro, principalmente si había cerca algún edificio oficial . 


Comenzaban a sentir en sus calles otro ritmo de vida, a pesar de distar mucho de  ser normal.  Veían grandes colas ante algún local en el que dispensaran alimentos, o la más preciso para vivir  los que lo habían pedido todo.
  Lo miraban  con curiosidad y hasta contentos, a pesar de saber las dificultades que tendrían, pero al menos podrían ir tranquilas por la calle. 
Tras largas horas de viaje y cansancio, el autocar se detuvo ante la fachada de un colegio y allí nuevamente les volvieron a pedir su identificación.

Las aulas, habían sido convertidas en dormitorios comunitarios: unos para hombres y otros para mujeres y niños pequeños.  Tenían un riguroso horario para las comidas y el desayuno,  así como filas interminables para ducharse.  Todo lo llevaban con paciencia y conformidad; al menos sobre sus cabezas no habían bombas.

Podrían permanecer allí hasta que encontraran un trabajo, y por tanto un lugar para vivir.  Jessica acudía todas las mañanas a las oficinas en donde le pudieran facilitar información del tal Alan Kline, pero nadie sabía nada y pareciera que tal persona no existiera, o que quizá hubiera perecido en el frente.  No cesaba de preguntar, hasta que un día la dijeron que había sido trasladado a otro destino junto con su familia.  La única esperanza se había desvanecido.  Pero tenía que seguir adelante por sus propios medios, y lo primero sería encontrar algún trabajo.  Las señoritas de la Cruz Roja inglesa, la indicaban que lo mejor sería   internar a Liesa en un colegio, de este modo seguiría su aprendizaje y ella tendría más libertad de movimientos para encontrar trabajo.  No podía estar todo el día, con la niña por las calles buscando empleo.


Ella se negó.  Primero trataría de encontrar trabajo, pero en todos sitios, al saber que tenía una hija pequeña, su ofrecimiento era rechazado.  No le quedó otro remedio que seguir la indicación de la Cruz Roja e internarla, con la dolorosa separación de .ambas

Y al fin vio una luz al final del túnel, cuando le dieron una dirección para trabajar como lavandera en una gran casa perteneciente a una conocida familia de la zona.  Se personó de inmediato y fue aceptada.  Al menos ya tenía trabajo, y aunque el sueldo no era muy grande, la permitiría ahorrar al máximo, ya que tenía asegurada la comida.  En cuanto pudiera alquilaría una habitación y sacaría a su hija del internado, al que no terminaba de acostumbrarse.

Y el tiempo pasaba, lento, y poco a poco Liesa crecía y debía abandonar el colegio, ya que los refugiados eran muchos  y todos necesitaban ayuda.  había terminado primaria.   Alquiló una habitación modesta y de esta forma volvieron a estar juntas madre e hija.
 En la casa de los Flanagan, Jessica estaba bien considerada.  Se había ganado el respeto y cariño de sus compañeros, es especial el de la señora Gibson,   la cocinera,   que sabiendo la situación de Jess, se decidió a hablar con la señora de la casa a ver si la permitiera que su hija estuviese con ella mientras trabajaba.  La señora dio el visto bueno con la única condición de que la niña permaneciese en la cocina y bajo ningún concepto corretease por la casa

Después de agradecérselo , Gibson acudió contenta a comunicárselo a Jessica.  Amas mujeres se abrazaron contentas, a las que se unió Molly, una de las doncellas.



- Creo que la niña podrá acudir al colegio todos los días, mientras tu trabajas y después reuniros en casa.  Al menos no estará interna en ese horrible lugar

Y así lo hicieron. Los meses pasaban y el invierno se acercaba.  Había escasez de muchas cosas, ya que la guerra había cerrado fábricas y comercios, y aunque poco a poco abrían sus puertas, la falta de carbón y leña, hacían que tuvieran restricciones para el agua caliente y las chimeneas para calentar las casas.  Y Jess tendría que lavar con el agua muy fría.  El invierno lo pasaba con fuertes catarros que contrarrestaba a base de leche caliente y aspirinas. Y Liesa crecía e iba convirtiéndose en una bonita y simpática chiquilla. 

Ese invierno era especialmente duro y Jesssica no terminaba de echar fuera el catarro, al contrario,  cada vez lo tenía más agarrado al pecho.  Una mañana, al levantarse la fiebre la consumía y Liesa, asustada, llamó a la patrona de la casa para que diera algo a su mamá que le aliviase, pero la buena mujer sólo pudo aplicarla compresas de agua fría en la frente.  Liesa decidió tomar el puesto de su madre y dejándola en cama, se dirigió a la casa para cumplir con el trabajo.  Gibson se extrañó que fuese ella y no la madre la que acudiera a cumplir con la tarea

- Tú eres una monicaca que no levantas un palmo. Anda quita, por un día no pasa nada- la dijo

 Pero fue más de un día lo que faltó al colegio para ayudar a su madre.  Gibson sabía que algo grave pasaba y tras poner en un cesto un poco de caldo y un cuarto de pollo asado, se dirigió hasta la pensión en donde vivía Jess con su hija.  Se alarmó al ver el semblante de la mujer y la alta fiebre que la consumía. Avisó de inmediato al médico de la familia que tenía buen corazón  y visitó a la enferma


- Tiene pulmonía, Gibson.  Si no la hospitalizamos urgentemente, tiene peligro de muerte. 

Y la ingresaron, pero ya era demasiado tarde. Los últimos días de vida, los pasó nombrando a su marido y pidiendo perdón a su hija.  No había podido verla crecer, ni conocer cómo iban los estudios.  Iba a dejarla sola y era aún muy pequeña.  Había perdido muchas cosas, quizá demasiadas. 
 Tres días más tarde, moría en los brazos de Liesa, que lloraba desconsoladamente.  El entierro tuvo que realizarse lo más urgentemente  posible.  Hacían falta las camas del hospital.  Al sepelio acudieron los empleados de la casa y el matrimonio Flanagan, apiadados de la situación en que quedaba la pequeña, y del destino cruel  que habían sufrido.
Esa noche, de momento, Liesa se quedaría en la casa de ellos.  La acomodaron en el mismo cuarto de Molly, era la más joven de la servidumbre y de este modo, la niña no se sentiría tan sola.  Pasados unos días ya verían lo que´hacer, pero no se quedaría desamparada.  En ello insistió mucho el señor Flanagan; sería como una hija para ellos.  Estaban solos; uno de sus hijos había muerto en Francia y el otro se alistó  y ejercía como médico en un hospital de campaña, también en Fracia ,  en la zona aliada.




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