martes, 17 de julio de 2018

Mi vida en una maleta - Capítulo 1 - Berlín

Los aviones no paraban de bombardear la capital alemana.  Los tanques aliados poblaban sus calles.  Todo estaba derruido y no había ningún rincón en pie en donde poder refugiarse de las bombas   Helmut se había despedido de su mujer y de su pequeña hija Liesa.  El tenía que ir al frente.  El final estaba cerca y su entusiasmo desbordaba su corazón que latía deprisa.  Era parte de un piquete de la resistencia contraria al régimen nazi.  Hubiera querido alejar a su mujer y a su hija de aquel horror, pero ella se negó en redondo a abandonarle.  De esa manera a duras penas encontraban cobijo seguro en alguna casa de algún compañero francés o británico de la Resistencia camuflados para facilitar  las noticias de la situación de la población civil berlinesa que huia  a la desesperada de los bombardeos y de los cañonazos, dejando atrás enseres y vidas.

Helmut entregó a su mujer antes de salir, una carta dirigida a Alan Kline, su contacto por radio en Londres.  Si conseguía que su familia pudiera abandonar Alemania, les ayudaría a instalarse en el Reino Unido si a él le ocurriera algo.  Se abrazó a su mujer y a su hija y salió rápidamente, deshaciéndose de los brazos de su mujer, y del llanto de la pequeña que trataban de retenerle. Jessica, sabía que posiblemente no volverían a verse más.  Y así fue,  una hora después de su despedida, cayó bajo las balas de un soldado alemán.  Ellas permanecieron escondidas en el sótano de una iglesia y allí se quedarían hasta que la situación empeorase o por el contrario la ciudad fuese liberada por las tropas aliadas.

Tardaron varios días en conocer la muerte de Helmut y la desesperación cundió en Jessica, que abrazada a su hija a penas la quedaban lágrimas que derramar.  Habían vivido los años de la guerra escondiéndose de un lado para otro.  Unas veces se ausentaba Helmut en misión y,  otras por temor a ser descubiertos.  Tenían un salva conducto que le habían proporcionado extrañamente idéntico a los verdaderos y con eso y de la mano de su hija, podía moverse de un lugar a otro, siempre con temor a ser descubierta.  Ella no era judía y su hija tampoco, pero cuando les daban el alto y les pedían la documentación, siempre parecía que el corazón se le salía del pecho.  Era  irlandesa y su pequeña hija.  rubia como el oro, por ese lado no tenía temor, pero al preguntarlas por su marido, le daba miedo los nervios la traicionaran, a pesar de que Helmut era de pura raza aria, pero no podía justificar su ausencia; únicamente decir que había caído en el frente.

No supo el tiempo que permanecieron en la iglesia junto a otras personas que aguardaban al igual que ellas poder escapar de aquel infierno.  Y por fin, sus deseos se vieron cumplidos días después.  Supieron de la liberación por el sacerdote que les cobijó al levantar la trampilla debajo del altar mayor de la iglesia.  Todo había terminado; ahora tocaba la tarea de tratar de localizar a Helmut, aunque su corazón le decía que ya no le vería nunca más.

Y escribió su nombre junto a una fotografía en un lugar destinado a la localización de los familiares desaparecidos.  Pero eran tantos que las notas, se  tapaban unas a otras.  Acudió al puesto británico que habían instalado en un edificio que milagrosamente se mantenía en pie.  Preguntaba por el nombre que Helmut le había dado, y que se trataba de un militar enlace en Londres.  Llevaba escondida la nota que le entregara su marido, ya que eso era su única esperanza de salir de allí.  Iba todos los días a preguntar por el amigo inglés y por el paradero de Helmut.
Al fin, Helmut fue identificado y le pudo visitar en la morgue organizada para tal fin.  Entre lágrimas veia su rostro querido, su rostro joven ensangrentado cuando la victoria aliada era un hecho.  Durante todos los años de la guerra se fue librando, pero el destino quiso que no pudiera disfrutar al ver como su país se veía, al fin libre, de la muerte y de la barbarie.  Fue enterrado en un cementerio habilitado por los británicos,  para los caídos en el frente y,  en un pedazo de metal pusieron su nombre y fechas de nacimiento y muerte.  Contaba con ventiséis años cuando le mataron.

Una y otra vez la daban evasibas y las largas colas ante las mesas de peticiones eran inmensas.  Se vivian momentos de mucha confusión.  Peticiones para salir del pais a como diera lugar, no importaba destino, pero fuera del continente ya que no se había librado ningún país que no sufriera el resultado de una de las más sangrientas y crueles guerras que vivió la humanidad.  España era pais neutral, al menos en teoría , junto a Suiza. Muchos aceptaron cruzar los Pirineos y a través de España cruzar a  Marruecos.  Jessica quería regresar a su país.  Allí sólo la quedaba un puñado de tierra que cubría el cuerpo de su marido.  Tenía que hacer lo imposible por su hija.  Pero pasaban los días y no encontraba respuesta para su petición.  Hacían ya tres meses que la guerra había terminado, y también sus esperanzas de organizar la vida lejos de allí.  Como cada mañana acudió a la oficina , pero ese día, un sargento la hizo pasar a un despacho y ser recibida por un capitán británico.  Se puso muy nerviosa y estuvo a punto de desvanecerse; sólo la mano tibia de su pequeña, la hizo mantenerse en pie.

La dieron paso de inmediato y la ofrecieron un vaso de agua, al comprobar la lividez de su rostro..  Frente a ella, el militar se puso de pie y se cuadró

- Señora Schroeder, soy el capitán Morrison, del ejército de su Majestad británica. Por lo que sé, usted es irlandesa y ha perdido a su marido que combatía junto a nosotros en la Resistencia.  Ha llegado a mi poder una copia de la nota que él mismo le entregó antes de morir.  En ella solicitaba a su amigo y compañero británico Alan  Kline, el poder regresar a nuestro país, junto con su pequeña, ya que no tienen parientes en Alemania.  Celebro comunicarle que como reconocimiento a la labor prestada por su esposo, mi gobierno ha decidido autorizar su repatriación lo antes posible.  Le ruego facilite a mi ayudante dónde podemos localizarlas cuando todo esté dispuesto para el retorno a Inglaterra.

Tuvo que sentarse, esta vez si. Lo había logrado.  Un nuevo futuro las aguardaba lejos de los temores y las privaciones. Podría dar a su hija un futuro más esperanzador que el que aquí tendrían.  Aunque sabía que los víveres estaban racionados también allí, al menos comerían un pedazo de pan sin temor a que vinieran a buscarla para detenerlas.

Y de este modo  Jessica O'Donnell y  Liesa  Schroeder O'Donnell partirían, días después, junto a un grupo de personas,  en un avión militar rumbo a Inglaterra.  Por todo equipaje,, llevaban una maleta de cartón cuyo contenido consistía : en el libro preferido de Helmut, el retrato de boda de ellos, y uno del nacimiento de su hija, y un atillo con algo de ropa,   dada por la Cruz Roja, y muchos recuerdos, junto a las lágrimas vertidas al tener que despedirse de Helmut ante su tumba. Los únicos objetos de valor que poseía era su anillo de casada y una medalla de su madre.  El rugir de los motores retumbaban en su cabeza y en su corazón.  Volverían a ver los verdes campos ingleses y olvidarían el zumbar de los obuses y la intranquilidad de los escondites.  Podrían volver a Irlanda y visitar la tumba de sus padres, que hacía años habían muerto.  Se establecerían en Inglaterra.  Visitarían al amigo de Helmut , Alan Kline y le agradecerían su ayuda.  Al cabo de poco más de una hora, llegaban a suelo inglés, y comenzarían una nueva vida.

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