sábado, 21 de agosto de 2021

Eros - Capítulo 1 - Catalogación

 Llovía, llovía sin cesar, salpicando los cristales y produciendo un suave sonido que acunaba el sueño de una joven cansada que se había acostado demasiado tarde. El encargo del trabajo a realizar, había sido pesado e intenso. Debería tener todo listo en una semana. Dió media vuelta cambiando de postura y suspirando de satisfacción, mientras nuevamente intentaba seguir dormida. Pero ya no era igual. Se había despertado a medias y le sería difícil volver a hacerlo más intensamente otra vez. Tenía los músculos algo entumecidos y agujetas de subir a una escalera, bajarse de ella, volver a repetir la operación, e ir metiendo en cajas los elementos de una lista que la habían facilitado y que serían almacenados en un guardamuebles.

La casa había sido el hogar de una de las familias más adineradas, es decir de su heredero, ya que el primogénito hacía casi dos meses que había fallecido por una enfermedad incurable. Parecía que deseaban desmantelar esa vivienda y recogían los recuerdos más queridos hasta vaciarla. Ella recorría cada estancia, siguiendo las instrucciones del administrador de la familia, mister Frederick, para el que trabajaba indirectamente, ya que su sueldo salía del patrimonio familiar.

Había habitaciones  en las que el trabajo lo había realizado con cierta prontitud, en cambio en ésta en la que ahora tocaba, era un salón cargado de cuadros, fotografías, objetos de plata, porcelana y libros, muchísimos libros. En un lateral de la habitación había un sin fin de cajas de cartón que se irían llenando a medida que se fuera catalogando lo que se indicaba en la lista que portaba. Sólo llevaba tres días haciéndolo y ya estaba harta de ello.

El tedio lo calmaba con música, con un pequeño aparato metido en uno de los bolsillos de su pantalón y, a través de unos cascos, podía seguir el ritmo de alguna melodía grabada y que le gustase. Aunque no lo confesase a su jefe inmediato, le daba miedo dormir en aquél caserón por cuyas rendijas de las ventanas, se filtraba alguna corriente de aire, emitiendo unos sonidos nada tranquilizadores. Menos mal que, al estar tan cansada, caía rendida en la cama y se quedaba dormida de inmediato.

La luz del día le traía la calma y se centraba en la tarea encomendada. No podía evitar sentir pena por el señor Patrick y su rápida muerte. Creía saber que se había casado hacía poco más de un año cuando le detectaron la enfermedad. Ni siquiera tuvieron tiempo de engendrar un hijo, de modo que, al no tener herederos directos, todo el patrimonio de la familia, pasaría a manos del hermano mediano : Benjamín  y una legítima, bastante suculenta, a la hermana pequeña  lady Florence.

Un lío de familia, porque parece ser que, los hermanos, ninguno tenía idea de cómo administrar los cuantiosos bienes heredados de generación en generación, y cuyo trabajo y encomienda, sería conservarlos y aumentarlos para las venideras.

La empleada del administrador, no conocía a ninguno de los que en realidad eran sus auténticos jefes. Tampoco tenía demasiado interés en ello. Era bastante tímida en esas cuestiones y solamente de pensar en la alcurnia de todos ellos, se ponía nerviosa si, por casualidad, alguna vez, tenía que dirigirse verbalmente a ellos.

Deseaba hablar con el señor Frederick y anunciarle que en lo sucesivo no dormiría en la mansión, ya que desde hacía un par de noches y, de madrugada, se escuchaban ruidos extraños, como crujir de la madera del suelo. Sentía miedo, por mucho que pensase que era el viento que se colaba, quizá, por alguna ventana mal cerrada. No obstante, prefería hacerlo en el hostal del pueblo. La cercanía de la desaparición del heredero, hacía que su mente volase y volase. No quería bromas con el más allá. Además ella necesitaba descansar del palizón tremendo que se estaba dando, y es lo menos que podían hacer, ya que no le habían facilitado ninguna ayuda. Después de los salones, vendrían los dormitorios. Parecían simples pero no lo eran. Eran las habitaciones más independientes de la mansión, seguramente para que los ruidos que se provoquen no les alcance a desvelarlos.

Comenzaría al día siguiente con ellos. Exceptuando la ropa, pensó que poca cosa más habría  para guardar.

Aparentemente, al entrar en la casa y, echar una mirada alrededor de las estancias, pareciera, en un primer momento, que sería más que suficiente el tiempo que se habían marcado para  su traslado. Todo estaba muy cuidado y ordenado. Lo malo vendría después, cuando empezase a abrir armarios, consolas, bibliotecas, y demás. 

A primera vista todo era sencillo, pero al abrir las puertas de los distintos muebles la cosa cambiaba. Era un trabajo monótono y pesado, creyendo, además, que sería insuficiente, ya que ella tenía que hacerlo todo. Podían, al menos, poner alguna ayuda que la facilitase la tarea. De lo contrario, mucho se temía que el plazo debía ser ampliado.

Una a una recorría las habitaciones ,y cada vez que eso hacía, un gesto de desagrado se dibujaba en su cara. Una semana no sería suficiente. Ella sola no podría con ello. Miró su reloj y comprobó que era hora del almuerzo. Cogió su abrigo e hizo un paréntesis para la comida. Iría hasta el pequeño restaurante del pueblo y allí comería algo, poca cosa, ya que el cansancio le restaba apetito.

No se dio prisa, ni en ir, ni tampoco al regresar. Estaba deseando concluir y volver a su rutina diaria, lejos de recuentos de cachivaches viejos, de valor, pero trastos en definitiva. La gustaban las piezas, que catalogaba poco a poco, pero en su casa nunca tendría un jarrón de porcelana de Sevres o algún juego de té de plata, ni vajilla de Limoges, por muy bonita que fuera.

Apuró el paso a su regreso, ya que se había tomado con calma el almuerzo, y en ello había empleado una hora larga. Pero lo necesitaba. La venía bien ese respiro. Echaba de menos las charlas con Margaret a la hora del té. Ahora todo lo que podía hacer era canturrear alguna canción, y eso era lo más parecido a mantener una charla. Y lo malo era, que aún tenía unos largos días por delante.

Mientras encaminaba sus pasos hasta la casa, pensó en el día que hizo la entrevista para el trabajo  que  solicitaban, nada común, pero tampoco extraordinariamente complicado. No tuvo problemas con su presentación y enseguida comenzó a trabajar. De eso hacía ya tres meses.

A la vuelta de la esquina, nuevamente, la gran fachada de la mansión estaba frente a ella. Hubo de apartarse un poco, ya que de improviso un lujoso coche, a velocidad quizás excesiva tratándose del lugar, enfilaba la carretera por donde ella iba. Tenia los cristales tintados, por tanto no pudo ver quién iba en él.

En un principio pensó que con un poco de suerte la enviaban algo de ayuda. Pero no había nadie esperando en la puerta, ni tampoco creía que tuvieran llaves. Posiblemente sería uno de los ricachones que vivía por allí, pero ni siquiera se le ocurrió que como destino tuviera la mansión. Frederick, el administrador, se lo hubiera advertido y no había tenido comunicación con él, a lo largo de esa mañana.

Le daba pereza reemprender la tarea, pero no tenía más remedio que hacerlo, así que se sirvió un té caliente y, entre sorbo y sorbo, volvió a lo suyo.

Ya era tarde, rozando la media noche y estaba cansada. Dejó una caja a medias y decidió comer un bocadillo mientras veía la televisión. En una bandeja puso el bocadillo, el té y una pieza de fruta: eligió una manzana. Conectó la televisión y, buscó algún canal que le apeteciera. Todos daban programas de concursos, películas añejas y tele tiendas consistentes en vender algún aparato que, en la pantalla daba muy bien, pero que después en casa, lo arrinconabas.  El sueño la vencía y daba grandes cabezadas. Optó por meterse en la cama.

Así lo hizo y, enseguida concilió el sueño. En la duermevela escuchó unos ruidos extraños que en nada se parecían a los de los días atrás. A las claras se notaba que no era el viento. Eran voces hablando lo suficientemente alto como para seguir su conversación. Entre las voces, se escuchaba unas risas de mujer, que a todas luces se notaba que el alcohol hablaba por ella.

No sabía lo que hacer. ¿ Y si se hubiera colado algún vagabundo al saber que la casa estaba vacía? Debieron  entrar mientras ella estaba comiendo y seguramente estaban escondidos hasta que comprobaron que ella dormía. ¿ Debía llamar a la policía ?


De repente se escuchó el portazo de una de las habitaciones y le siguió el silencio. Ya no podría pegar ojo en toda la noche. A oscuras se puso una bata y las zapatillas y, sigilosamente se dirigió a la cocina. Se alumbraba con la luz del teléfono móvil, con lo cual poca luz tenía. Miró alrededor buscando algún objeto que la sirviera de defensa mientras avisaba a la policía. Encontró un amasador de madera, y contundente. Con él se dirigió en la dirección en la que vinieron  las voces.

Despacio, escuchaba tras  las puertas que iba pasando hasta llegar a la sala. Miró alrededor y no había nadie en el pasillo. Giró su espalda y dio un grito que helaba la sangre. Ante ella había un hombre, un desconocido. A la débil luz del teléfono, aparentemente desnudo. Dió un grito de miedo, y el hombre al mismo tiempo también grito:

—Pero qué demonios ...

— ¿Quién es usted? ¿Qué hace aquí? Voy a llamar a la policía.

El hombre pulsó la llave de la luz después de taparse con un cojín que encontró en el sofá

— ¿Quién es usted? ¿Qué hace en mi casa?

—¿Su casa? Esta no es su casa. Es la del señor Benjamín Sutton. Y tendrá que ser usted el que se lo explique a la policía

— Yo soy Benjamín Sutton Y ¿Usted es ?

— Soy Evelyn, la ayudante del señor  Frederick. Estoy aquí catalogando los enseres

— ¡ Cierto ! Fui yo mismo quién dio la orden. Perdón. Debimos avisarla. Llegamos a mediodía, pero debía estar comiendo porque no encontramos a nadie. Entonces decidí pasar la tarde en el pueblo. Lamento haberla asustado y despertado. En una habitación de invitados está mi amiga, no se asuste cuando mañana la vea por aquí. Es muy tarde para llamar a  Frederick, así que tendrá que esperar a mañana si es que desea comprobar algo. O también puede llamar a la policía, pero primero deje que me vista.

Hasta ese momento, ella no se había percatado de que efectivamente, él no tenía ropa, tan solo un gran cojín tapando sus vergüenzas. Los nervios, el miedo y la incredulidad ante lo explicado por el intruso, hacían que no se pudiera mover del sitio en el que estaba. Era como si los pies los tuviera clavados al suelo. Ambos se miraban indecisos de cuál debía ser el siguiente paso. Fue ella la que rompió el silencio:

— Me voy a la cama. Perdón por la confusión. No tenía noticias de que iban a venir

— No hay nada que perdonar, en todo caso soy yo quién la pide disculpas por haberla asustado y por desvelarla. Vaya e intente volver a dormir. No la estorbaremos, se lo prometo.

— Bien, bien... Hasta mañana.

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