domingo, 8 de noviembre de 2020

Encuentro en el parque, en un otoño dorado - Capítulo 1 - El traqueteo del tren

Algo somnolienta por el constante traqueteo del tren, miro absorta por la ventanilla el maravilloso paisaje que se dibuja. Voy sola en el departamento; me alegro de ello. No quiero entablar ninguna conversación con nadie, ya que nada se me ocurre hablar como no sea el tan manido tema del tiempo del que gozamos en la actualidad. Veo a lo lejos alguna casita perdida en el horizonte y algún perro que ladra a lo lejos a su paso del tren. Algún caballo que otro, ovejas pastando en algún prado y también vacas y yeguas dentro de una cerca. Nada  altera la paz del paisaje, salvo el largo pitido del tren anunciando que nos acercamos a alguna estación.

Toda mi vida había deseado hacer un largo viaje en este medio de locomoción, pero mientras trabajaba, las prisas, siempre evitaron ese transporte y cualquier otro que no fuera el que utilizaba para acudir al trabajo... Tenía que llegar pronto a cualquier sitio, aunque me aguardasen unas vacaciones, durante las cuales todo el mundo se relaja. Si, todo el mundo menos yo, siempre ansiosa y nerviosa.
Y es que las prisas eran el leitmotiv de mi vivir día a día.  Ahora ya no trabajo, lo dejé, dejé todo, y ahora me dedico a vivir la vida, ahora, cuando ya nada me ilusiona  ni nada me entusiasma.  Mi tiempo ya pasó. Soy una escritora que hacía de todo:  mis escritos, y algunas veces los  de los demás. Soy de esas que se llaman "negros", es decir yo escribo y otro se lleva el éxito y los beneficios, y ¿a cambio  de qué? de poco dinero que te permite tan solo ir tirando día a día.


Me hice una promesa a mí misma: cuando sea famosa y gane dinero, lo primero que haga será hacer un largo viaje recorriendo el pais. Era lo que más ansiaba, no sé porqué, pero aquí estoy, subida en un tren de lujo y recorriendo gran parte de Irlanda. Casi todo el dinero que me han dado por mi novela lo he invertido en este viaje.  Me queda lo justo para vivir sin apuros durante una temporada, y después, si la inspiración me abandona y no puedo escribir, ya veré lo que hago.  Pero ahora vivo el momento,  y mi momento es éste.

Mi nacimiento fue en un lugar mágico de los muchos que existen en Irlanda : Connemara, en el seno de una familia modesta que sólo pudieron costear para mi educación un bachillerato en una escuela pública.  Perdí a mi madre cuando tenía dieciocho años .

Trabajaba en una editorial de medio pelo, pero que allí aprendí todo lo que sé de este oficio.  Andando el tiempo a base de leer todo cuanto llegaba a mis manos, conocí todos los recovecos de la literatura, y a escondidas, antes de dormirme por las noches, comencé a hacer mis pinitos con un cuento para niños, por cierto fue malísimo; no me atreví a decírselo a nadie, ni siquiera a mis más allegados. 

A los dos años de morir mi madre, la siguió mi padre, y de esta forma me quedé sola en el mundo. Me las tuve que valer por mis propios medios y como con el sueldo de la editorial no me alcanzaba, me busqué otro trabajo en las horas que tenía libres.

No hacía grandes dispendios.  Aún con los dos trabajos, había veces que me alcanzaba raspando el terminar el mes. No salía a ningún sitio: ni cines, ni cafeterías, ni nada que alterase mi presupuesto.  Por tanto, tampoco tenía amigos, ni siquiera los compañeros de la editorial ya que mi presupuesto no daba para alternar ni siquiera para una cerveza.

La pérdida de mis padres supuso para mí un mazazo en mi vida. No tenía ni primos, ni tíos, ni a nadie a quién recurrir. Ahora, cumplidos   los treinta, y después de las zarpas que la vida te clava, sé que mi padre murió de pena al perder a mi madre. Se amaban profundamente y nunca se separaba uno del otro.

A veces, desde mi habitación escuchaba su relación de amor a pesar de hacer tiempo de casados. Yo sonreía indulgente y pensaba que cuando fuese mayor y me casase, desearía que mi marido permaneciera enamorado de mí pasando el tiempo, y que me amase como mi padre amaba a mi madre, que me desease como él deseaba a mi madre. Que compartiera todo conmigo como ellos lo hacían día a día. 
El día de su aniversario, nunca la faltaba una rosa roja, porque para un ramo, el presupuesto no daba. Pero esa flor llevaba consigo un cargamento de amor y sacrificio, porque para comprarla, mi padre estuvo sin fumar durante una semana, y ¡eso que era sólo una flor! Pero lo que encerraba esa ofrenda valía más que todo el oro del mundo.

 Yo también me quedé muy desorientada al morir mi madre. ¿ Con quién hablaría de las cosas de la vida, cuando algún joven me pretendiera ? ¿ Cómo debiera ser mi comportamiento ante el primer beso?  Ni pensar en hablarlo con mi padre, así que me las tuve que ingeniar para no caer en las falsas promesas que te suelen hacer los muchachos a esa edad en que no sabes nada y crees saberlo todo.

Y poco a poco me fui cerrando en mi caparazón, hasta convertirme en una chica triste, aburrida y hasta antipática.  El último golpe fue la muerte de mi padre. Estuve una temporada que iba sonámbula por la calle, desorientada, sin saber qué hacer. A la salida del trabajo, me dirigía a un parque cercano y allí me sentaba en un banco a ver pasear a la gente. La casa se me caía encima. 
Pero cuando llegó el invierno dejé de acudir  lamentándolo mucho. El esplendor de ese lugar era una maravilla, principalmente en otoño, cuando los árboles se vuelven dorados, y rojos algunos de ellos, y otros adquieren un color rosado. En el estanque, los cisnes y patos nadaban majestuosos, ajenos a la vida humana.

Sería una de  aquellas tardes, la última, hasta pasado el invierno, aunque a veces en esa época del año, me gustaba acudir y pisar la nieve, y escuchar su chirrido bajo mis pies. Después llegaba a casa congelada de frio y con un plato de sopa me metía en la cama castañeteando mis dientes.  Ni siquiera podía permitirme el lujo de encender la chimenea: el gas era muy caro.

Y así transcurría mi tiempo hasta que un día el editor jefe, me dio a corregir unos folios de una novela de algún autor desconocido hasta entonces, pero era recomendado a la editorial por un amigo del editor. Parece ser, o eso es lo que me dijo, que él no tenía tiempo. ¿ Cómo era que confiaba en mí? Pues lo hizo, y esa fue la primera vez que me di cuenta de que lo mío era ese oficio, que lo que me parecía horrendo de mis escritos, era bastante mejor que lo que estaba leyendo de ese recomendado.

Y por las noches, cuando llegaba de trabajar, me impuse la tarea de escribir un par de folios de algo, lo que fuera; quizá mi diario en segunda persona.  De este modo nadie sabría que narraba mi propia vida, ya que argumento para ello tenía de sobra.  Y ahí empezó todo. Pero habrían de transcurrir muchos meses, muchas ilusiones rotas, muchas esperanzas perdidas, hasta que vi publicado mi primer relato corto, que mostré al editor de mi trabajo, y fue él quién me animó a extenderme más, a hacer un relato más grande y con más intensidad. Me puse manos a la obra con todo mi entusiasmo.

Y los recuerdos me traen de regreso hasta este tren. Sigo mirando el paisaje, pero sintiendo que alguien también observa, pero es a mí. Probablemente haya hecho algún gesto, o movido los labios hablando conmigo misma, porque lo que se dice belleza para fijarse en mí, ni hablar. Era esa sensación como si alguien te clavara la vista en algún punto de tu cuerpo. Me sentía incómoda, así que disimuladamente, recorrí con la vista la estancia y vi que había una pareja algo mayor charlando en una mesa casi contigua a la mía.  Otra mujer de unos cincuenta leyendo más allá, y en un rincón al final del vagón un hombre algo mayor que yo, que fumaba tranquilamente apurando un vaso de whisky. Pensé que sería él, pero al dejar el vaso sobre la mesa, observé que leía tranquilamente el periódico.

- Apreciaciones mías - me dije-, y volví la vista hacia el paisaje nuevamente.

 Noté que aminoramos la marcha, y en el horizonte se divisaba la silueta de una estación.  Era un entorno bellísimo en que los árboles se mezclaban en tonos verdes intensos con una amalgama de colores,  según la especie arbórea. Un prado totalmente verde y otro amarillo, en el que las espigas, no sé si de cebada o trigo, se cimbreaban con el aire. A un tiempo, por un altavoz, se escuchaba la amable voz de una azafata indicándonos el nombre del pueblo por el que íbamos a pasar y a continuación que el comedor estaba abierto para el almuerzo.  Me levanté para dirigirme allí. Tenía que pasar por delante del hombre del periódico, que seguía impasible con su lectura.








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